Todos mis pecados

Me voy.

Con un “te amo” impregnado en el alma, con su nombre tatuado en mi piel.

Me voy de la instancia física, de las palabras que se escriben y se envían, intentando descifrar el enigma de la emoción.

Me voy del abrumo que puede causarle el esporádico arribo de un “te quiero”, un “te extraño”, que más que eco, solo emiten un vacío insoportable.

Me voy también, de aquellas ganas de llevarle todos los días a dormir conmigo, en un abrazo intangible, en un acurruco imaginario.

Me voy de todo ello, porque ya no tiene caso estar. La espera me ha dejado dos cicatrices en la mirada, y la esperanza se rehusa a desdibujarlas.

Quizá irme es la pieza final del rompecabezas del cierre, del final y del comienzo.

Quizá me demoré en partir, y con ello se prolongó más nuestro sufrimiento.

Quizá no querer irme, no saber decir adiós, no aceptar su partida, sea la forma en la que pague todos mis pecados.

Me voy, quizá de toda idea, de todo presagio marchito. Pero temo que al intentar irme, no me vaya por completo.

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